… No fue hasta que un día, por falta de algo que hacer, María se puso a organizar las gavetas de su madre y descubrió algo que finalmente alineó las flechas de su plan de huida: las cartas de una tía. Todas encabezadas con: “Querida Estela, mi hermana estrella” y firmadas “Belinda, tu hermana linda”, permitió a María deducir que eran de la tía que se había escapado de Buenaventura con un habanero hacía 10 años. Juan Manuel la había anulado de la familia y de ella ni siquiera se podía hablar en casa.
Pero obviamente su madre aún se carteaba con ella. En un trance de emociones leía todas las cartas. El gran choque de alegría fue leer, en la carta más reciente, que Belinda se acababa de mudar a un barrio cerca del mar, donde la gente sonaba pobre pero la vida sonaba rica.
“Me mudé a Buena Vista porque conseguí un trabajo de mesera en un hotel del centro. Mis vecinos, lo mismo te venden sexo que tamales. En este barrio aunque el hambre está dura, la gente se viste bien y usa cadenas de oro más gordas que las anclas de un barco. Pero por raro que suene mi hermana, estoy feliz en Buena Vista.”
María regresó nerviosamente las cartas de Belinda a la gaveta pero guardó el sobre con la dirección de la tía en el bolsillo de su short. El trance de emociones culminó en una magnífica idea: “me voy con mi tía Belinda”.
Y repitiéndose, «Me voy, la Habana es mía», echó en dos bolsas todo lo que necesitaría para el resto de su vida: un casete con su música favorita, su cepillo para alisar el pelo, el vestido rojo que su padre nunca le dejó ponerse, su perfume, el pulover de dormir, ganchos para ajustar flores a la cabeza, y cosas menos interesantes como blúmer, chores, faldas y camisetas.
Las escondió en lo profundo de su closet y puso toda su atención en las conversaciones de sus padres en esos días para ella fijar la fecha de salida. Terminando unos frijoles que había puesto a hacer desde la mañana, Juan Manuel le comentó a Estela que al otro día iría a vender medicinas para el ganado a campesinos fuera de Buenaventura. Ese tipo de viajes generalmente le tomaba al padre cuatro horas, las cuales eran más que suficientes para María esfumarse de Buenaventura.
Esa noche en vez de dormir María se enfocó en despedirse de los grillos que por tantos años no la dejaban quedarse dormida. En cuanto escuchó a los gallos delatar el sol nacía, fue que supo había llegado el día.
El olor a café colando puso un resorte bajo su espalda y ella quedó sentada en la punta de su cama, frente al espejo que la vio crecer. Como a veces lo único que le calmaba las impaciencias era alisar su larguísimo pelo, agarró un peine y peinándose esperó a que sus padres desayunaran. Desde allí veía que desde sus larguísimas piernas hasta sus bien nutridos senos, todo en su cuerpo confirmaba estar lista para huir de su casa.
Su corazón agilizó aun más el paso cuando escuchó a su madre levantarse de la mesa, y camino a la puerta de la casa coordinar lo que siempre antes de irse.
- El batido de mamey de “la niña” está en el frío para cuando se despierte.
- Sí. Yo se lo dejo en la mesa antes de irme. – Respondió Juan Manuel.
- Y déjale listo el almuerzo por si no llegas antes del mediodía.
- No te preocupes Estela, ya a esa hora yo estaré de vuelta.
Al escucharlos hablar de “la niña”, María en vez de peinarse comenzó a darse tirones con el peine. El cerrar la puerta de la madre le indicó que eran las 8, hora de irse. Fue ahí que miró directo a sus negrísimos ojos en el espejo, y apuntándoles con el peine, se dijo:
- La próxima vez que tú y yo nos veamos, tú vas a ser una mujer.
En cuanto el estruendo del portón del patio anunció que su padre también se había ido, María como por inercia se bañó en su perfume, se enganchó un short, agarró sus bolsas, y salió de casa.
Ya en la acera arrancó el Marpacífico que más cerca le quedaba a su mano. Del alón casi se llevó el arbusto con ella. Con el tenso ritmo del que se está escapando, regresó cuanto saludo los vecinos dirigían a ella pero nunca paró, como solía siempre hacer, para conversar un rato.
Esquivó el paso de 2 camiones para correr a la senda de la carretera que la llevaría a la Habana. El tronco de un viejo framboyán le ofreció el escondite necesario para aminorar el ritmo con que entraba el aire a sus pulmones y a alinear las próximas flechas de la huida.
Secándose el frío sudor que corría por su frente, decidió que solo pararía carros, no camiones ni carretas. En el pueblo había escuchado las historias de lo que le hacían los camioneros a chicas que cogían botella para irse a otros pueblos en la Carretera Central. A una, después de violarla la echaron en un matorral y el padre la encontró por el rondar de las tiñosas. Las carretas haladas por tractores que servían de transportes locales no eran mala opción pero podrían traer conocidos de su padre que pudieran arruinarle el plan.
Pasado el rato sintió que su blanca blusa se incrustaba a un sudor frío que de tan solo brotar, el sol lo calentaba. Las grandes nubes de polvo que destapaban los vehículos al acercarse en la carretera no habían traído ni un carro. Solo pasaban camiones. No había pasado ni una carreta.
Pasado un tiempo bajo la sombra del framboyán, a su piel le parecía estar directo al sol. El sudor atraía el polvo de la calle y por el grosor del empegoste sobre su piel, calculaba que habían pasado unas 2 horas. A sus dedos no le quedaban uñas que comerse. El saber que su padre ya regresaría en menos 2 horas a casa la tentaba a sacarle la mano a un camión.
María se levantaba con frecuencia para asomarse a la carretera a ver si venía algo. En una de esas vueltas sintió que detrás de ella se avecinaba, un caballo a todo galope. Por un eterno segundo sintió el mismo hormigueo en las rodillas que sentía cuando sabía que su padre la había pillado en algo. El caballo frenó en seco justo delante de ella y al aplacarse el colchón de polvo que levantó entre ellos, María pudo ver que el alto y corpulento jinete se parecía a Juan Manuel, pero no lo era.
- ¡Esos chores le han dado un latigazo a mi caballo! – Dijo el campesino tratando de controlar su inquieta bestia.
- ¿Usted qué quiere?
- Quiero llevarte, vamos sube. –Respondió el campesino estirando una mano para ayudarla a montarse.
- No, gracias. Yo espero un carro. – Respondió María dando un paso atrás.
- ¡Este caballo corre mejor que un carro muchacha! ¡Dale monta! – Dijo el hombre estirando la mano con más insistencia.
- Le dije que no quiero. ¡Vallase! – Afirmó María.
El jinete desmontó el caballo para continuar la ardua tarea de convencerla. Detrás del jinete, empañado por las ondas de calor que brotaban sobre pavimento, María notó se acercaba un vehículo. Calculó que era más grande que un carro pero más pequeño que un camión.
- Eres terca como una yegua. Mira que caballo más bueno yo tengo. ¿para qué tú quieres carro? ¡Monta! – Dijo el campesino aun sujetando el inquieto caballo con su mano.
- Que le dije que no, quítese. – Dijo María escabulléndose al medio de la calle
- ¡Terca, te van a matar, que viene un carro! – Gritó el campesino desde el borde de la carretera.
Ya con el vehículo bien cerca María se puso a dar desenfrenados brincos en el medio de la calle para que el chofer al esquivarla tuviera que parar. Una nube de polvo confirmaba que el vehículo había frenado. Al correr a él María pudo discernir que había parado un Jipi militar y que detrás de ella, los trotes del caballo del campesino se alejaban a todo galope del lugar.
- ¿Estás bien? – Preguntó el militar que conducía el Jipi.
- Bien no sé, pero mejor ahora que el odioso ese se fue.
- ¿Pero qué haces una muchacha tan bonita en medio de este monte de Holguín?
- Yo voy para la Habana. ¿Usted va para allá?– Respondió María ya montada en el Jipi.
- No. Yo no. Yo paré porque pensé que te pasaba algo. Pero yo no puedo llevarte belleza.
- Ay no. ¡Me tiene que llevar, aunque sea una «adelantadita» corta! Mire mi blusa blanca ya está negra, este es el primer carro que pasa.
- Es que esto es un carro militar y no nos dejan montar…
- No, no, no. Yo llevo horas aquí, y mi padre me anda buscando y si nos encuentra nos mete un machetazo por la cabeza a los dos. Dele, arranque esto…
Ante tal noticia el Jipi por poco arranca solo. El humo negro del arranque llenó el espacio y los pulmones de María. El fresco del camino eventualmente disipó la peste y remplazó el espacio con el delicioso aroma que aun emanaba de la piel de ella.
- ¿A qué hueles tú tan rico, muchacha?
- A jazmín. Un perfume que hago yo misma a bases de flores. Son de una mata que hay en lo último de mi patio. Mi padre me enseñó a hacer el perfume cuando era niña, pero en cuanto crecí le cogió un odio mortal.
- Yo no sé si es que hace ya dos meses que yo no huelo a una mujer, pero ese perfume le afloja las patas a un semental.
- ¿Y cómo es que usted tan bien parecido no tiene una mujer a quien oler?
- Si tengo. Pero soy militar, trabajo en una base muy intrincada en el norte de Guantánamo, en Mayarí. ¿Lo conoces?
- No.
- Me dan pase cada dos meses para ir a Cárdenas, que es donde vive mi mujer.
- Ah, mire, si quiere le doy un poco de mi perfume para ella.
- No, no, deja. A ella no le pegaría eso.
- ¿No le pegaría? A toda mujer le pega el jazmín.
- A ella no le gusta el perfume. Además si se entera que traje a una mujer en el Jipi me prende candela a mí y a la mujer y al Jipi.
A María le sonaba raro que un militar tan corpulento sintiera terror por su mujer. Ella se la imaginaba con cara de Satanás corriendo detrás de ellos para quemarles el Jipi. En su pueblo, había escuchado de esas mujeres que les daban candela a sus maridos por cuestión de celos. Y según lo poco que ella sabía, el gran problema de una mujer celosa no es que es fea, es simplemente que no se sabe más linda que su marido.
Para María, el secreto para ser linda estaba en solo creérselo y por eso jamás salía de casa sin una flor en el pelo. El militar no solo la creía linda, sino que ya sentía las notas del perfume de ella haciendo serenatas con las teclas de su cerebro.
Aún así, buscaba el lugar perfecto de la carretera para frenar el Jipi y terminar la “adelantadita” que le estaba dando, pero con tanta belleza dentro del Jipi, era imposible concentrarse en lo que había allá afuera.
(Continuará)
Jocy Medina, Para «Un Pedacito de Cuba»
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Hola Jocy… Gracias por esto nuevo y magnífico capítulo de tu novela.
Me gustó mucho y lejendo tu blog y tus historias estoy mejorando mi español. Gracias por esto y bendición por toda tu vida.
Alessandro
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