Entrando a casa fue directo al casete que una maestra de baile le había regalado y dedicado a ella. En la carátula decía, “la clave no es soñar, es saber soñar”. Algo le dijo a María que quizás la maestra sabía que bailar era su camino, incluso mucho antes que ella lo descubriera.
Loca por comentarle a la tía quiso ir a despertarla, pero Sandro se lo impidió diciéndole que si la despertaba se ponía a pelerarle, así que mejor la dejara dormida.
Esa noche, en los intermedios de la música de los bajos, María escuchaba la voz de Sandro, riéndose con la vecina. Y en cuanto terminó la fiesta, Sandro regresó a casa llamando a gritos a Belinda. Escuchó a Belinda pedirle a Sandro que fuera dormir, después de eso alguien cayó al suelo, se levantó y se desató un forcejeo. María quiso ir a ayudar, pero después de un breve silencio, un fiero chirriar de la cama le dijo que Sandro había ganado el duelo.
La tía se fue a trabajar antes que María se despertara. Al Sandro irse de casa también, María puso la conga santiaguera que tenía en mente para su audición. El primer estribillo se le clavó a María en el alma: “Micaela se fue pa´ otra tierra buscando caminos…”, como si alguien la hubiese escrito para ella. Bailarla hizo brotar esclava de sus poros. Le sorprendió la destreza y agilidad con que su cuerpo le servía a esa conga pero no se había percatado que Sandro había regresado y la había estado observando por hacía ya rato.
Su fuerte aplauso asustó a María.
- Mejor ropa le vendría bien a esa conga. – Sugirió él.
- ¿Mejor ropa como qué?
- Harapos, como usaban las esclavas. Pelo suelto y sin zapatos como bailaban ellas en el centro del batey.
María le dio las gracias y con tan solo amarrarse la blusa bajo sus senos, y ripiar un poco su falda, el aura de una esclava seduciendo al batey salió. Al pasar los días, tratando de dar “contemporánea” introdujo giros de ballet
- A ese baile no le van esos brincos. – Le dijo Sandro.
- ¿Y tú que sabes de baile? – Reclamó María.
- De baile nada, pero sé lo que tenía que sentir el esclavo cuando sus esclavas bailaban en el batey. La conga es pura seducción y sumisión.
- ¿Quién dijo eso?
- Supongamos que te lo dice el muerto mío, que es un negro mambí.
Las vísperas de la audición no dejaron a María dormir. Un mundo de gente esperaba fuera de la sala del Teatro Nacional. No había ni orden ni desorden, solo una cola larga de aspirantes que debían pasar por un panel de críticos. Lo más parecido a una maquinita de moler sueños que ella había visto.
Vio gente en la cola desmayarse, llorar, pelear, reír, e irse. Se decía que de los mil que parecía que esperaban, solo aceptarían 26. Y como el pesimismo es contagioso, ya ella también comenzaba a querer desmayarse, llorar, pelear, reír e irse.
Desde la trompeta de la conga María dejó que la esclava fluyera, tornando el local de la audición en el batey donde ella, a golpe de seducción y sumisión enamoró a los panelistas. El frescor de sus poses y su sinceridad artística le obsequio la aceptación, sin si quiera dejarla terminar la rutina.
Su llanto al salir del salón confundía a los pobres aspirantes, que aun esperaban su turno. Al llegar a casa, aun con sus harapos puestos y llorando de alegría, abrazó a su tía y a Sandro que almorzaban juntos y les dio la noticia.
- ¡Así que ya tenemos sobrina bailarina! – Le dijo la tía.
Dirigiéndose a Sandro María le pidió que le diera las gracias al negro mambí de su parte por la ayudita que le dio.
Subiendo el blanco mármol de la escalera de la antigua casa convertida en escuela, sintió ser una de esas aristócratas españolas de los 1800s que sujetaban sus coloridos vestidos con una mano y un delicado para sol con la otra.
Atravesando los joles que llevaban al último salón de la casa, María sintió que esa casa estaba viva. Los enrejados ventanales tapados por cortinas atrapaban aun más esa energía. La melancólica vejez de los salones inspiraba arte, así como los otros 25 bailarines de su clase. Ella era la única que no especulaba de haber sido entrenada por ninguna escuela.
La Directora artística del elenco, que vestía una falda tan larga como las cortinas, y de energía más viva que la casa, explicó que allí aprenderían a desplegar el estilo de los tiempos con su cuerpo y a dominar las energías del presente con su mente. A eso ella le llamaba baile.
En cambio la Directora de la Escuela, una mezcla diabólica entre maestra de Filosofía Marxista y Matemáticas, centró sus mentes en el objetivo de la escuela: “forjar estrellas del baile revolucionarias”. Enumeró las muchas estrellas, que bajo su dirección habían terminado en el elenco nacional de danza contemporánea de Cuba, o bailando en Tropicana. Y les recordó que en tanto ellos lograran ese sueño, estaban allí para prestar servicios en instalaciones turísticas creadas para recaudar divisas extranjeras que el país había perdido a causa de la caída del campo socialista y en particular, el continuo repudio de los imperialistas americanos, lo cual perdió la atención de María de regreso a admirar los adornos de los altísimos techos.
- “Además, muy importante” – Precisó al final de su discurso. – Nadie puede faltar a las clases de Ética revolucionaria, dedicadas a aprender las reglas a seguir con relación al servicio que le damos a los “compañeros extranjeros”. Reglas como por ejemplo: está prohibido hablar, molestar, o acosar a estos compañeros. Mucho menos aceptar propinas o salir con ellos. Como ya saben la tenencia del dólar americano está terminantemente prohibida en Cuba, y son años de cárcel si aceptan de ese tipo de propinas. Luego de lo cual el único trabajo digno que podrán hacer es trabajar en la construcción o de basurero.
El resto de la semana, sirvió para dejar el lenguaje artístico fluir en el salón, a modo de conocerse los unos a los otros. Algunos traían el idioma del ballet, otros del baile afrocubano. María inspiraba a una india de los 1500s que bailaba con el furor tribal de una esclava africana de los 1800s, según la Directora Artística.
Desde ese día, cada baile, cada clase, cada día despertó un pedazo del sueño que hace mucho yacía rendido dentro de María. Ensayar todo el día sin sentir que había pasado una hora, le decía que estaba en el camino correcto.
En una semana, ya llevaban al elenco ya a presentar en hoteles, discotecas, y cabarets para la diversión del turista. En esos lugares, María sentía que eran los “compañeros extranjeros” quienes se desvivían por las “estrellas revolucionarias” que bailaban para ellos. No al revés como pensaba la Directora de la Escuela. En general, las noches de baile recaudaban muchas divisas en dólares americanos, pero no necesariamente para beneficio del país, sino colgando de las tangas de las estrellas.
Acababa de pasar el 31 de Diciembre, y a María le dieron la salida temprano pues esa noche les tocaba bailar en un show folclórico en la piscina del Hotel Copacabana. Al llegar Sandro tomaba ron en la sala con dos amigos y la recibieron 3 lelas miradas. Desde su cuarto escuchaba a los amigos decir babosadas como: “quién es esa Sandro, preséntame la panetelita esa”.
Ella escuchaba a Sandro protestar porque esa la era la sobrina que se estaba en el cuarto donde él quería criar el puerco. Uno de los amigos sugirió llevarse la sobrina para un cuarto en la casa suya y detrás de las risas Sandro les aseguró que esa era una “guajirita cerrera”.
Los amigos de Sandro se fueron, en cuanto Sandro avisó que su mujer ya casi llegaba. En vez de quedarse a comer con ellos, María salió de casa vestida en dorado de pies a cabeza. Sandro le preguntó algo pero María pretendió no haberlo escuchado antes de cerrar la puerta detrás de ella.
Los “compañeros extranjeros” del show ansiosos por llevarse un pedazo del evento con ellos, hasta interrumpían el show para tirarse fotos con las bailarinas. María bailaba un “Ochun” con un gorro inmenso, cuando un ruso gigante la cargó para una foto y el gorro cayó al suelo.
Un alemán fue al escenario, en pleno número final, subió a escoger sus cuatro bailarinas preferidas: una rubia, una negra, una achinada y a María, que según el alemán era la india. Y les propuso llevárselas a su habitación después del show, según él para una fiesta. Las otras 3 aceptaron contentas. María también aceptó pensando que lo que hiciera esa noche se lo daría a Sandro para pagar por la culpa que sentía por haber ocupado el cuarto del puerco. Pero las ampollas que le habían hecho los altísimos tacones dorados trozaban sus pies y el alemán tuvo que irse sin la india a su fiesta.
Atravesando el lobby del hotel para irse, María sentía que La Habana se encendía a la hora que ella se apagaba. Arrastró sus adoloridas piernas hasta que en las escaleras de la entrada, el dolor no la dejó que siguiera. Cayó sentada cerca de unas latinas que sonaban divertidas y medio borrachas.
- Aquí no puedes estar. – Dijo un guardia tocando el hombro de María.
- Si tienes una grúa me puedes mover, porque mis pies ya no caminan. Lo ampollado de sus pies alarmó al hombre, pero recorrer la vista por las largas piernas de ella lo tentaron a desviar el tema.
- Con esas piernas lindas es difícil ver las ampollas.
- Por suerte el dolor no brilla, sino te hubiesen encandilado la vista. – Respondió María.
- Yo salgo a las 12. Si me esperas te llevo a tu casa, pero necesito que te muevas de la escalera por donde entran y salen los turistas.
A las 12, un lada la recogió en el contén de la calle donde María se había tirado a esperar por el guardia. Atravesaron calles atesoradas por casas inmensas en las que parecía no vivía nadie que los llevaron a las de Buenavista, donde parecían vivir todos. Antes de bajarse, el guardia le pidió a María que a cambio de la “botella” fuera con él a la playa al otro día. Sin ganas de responderle, María dejó la escalera del edificio se la tragara. Después del vaho de alcohol de 4 hombres que en el primer piso, tropezó con una pareja que habían escogido el oscurísimo descanso del segundo piso para fornicar. Llegó sin aire al 6, y sin ganas de quitarse su vestido dorado, cayó boca abajo en el colchón, rendida.
Continuará…
Por Jocy Medina
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