La conversación con Luisa me dejó sin ganas de siesta. Me puse zapatos cómodos para ir a casa de mi amiga Janet. Ella vive en Italia, pero viene todos los años, en fin de año como yo, y en Cuba nos vemos.
Para mí, Cuba sin Janet es una canoa en mar abierto. Cuando las olas mi Habana me tapan la cabeza, ella es el aliento. Recuerdo cuando ella se fue a Italia, hace 22 años, yo me quedé en este barrio a la deriva. Sin dirección, sin ella, sin aliento.
Saber que voy a verla pronto alivia la ofuscación que alojó en mi pecho la noticia de la nieta de Luisa. Me fui sola pues ya Dennis había salido hace rato rumbo a casa de Janet, a ver a Antonio, el hijo de Janet, que como llevan 16 años encontrándose en Cuba a fin de año, son mejores amigos también.
Dos perros callejeros me lograron distraer pues gozaban de lo lindo haciendo el amor justo por donde tengo que pasar yo. Para seguir, tuve que darles la vuelta. Los perros son más honestos que nosotros los humanos, que abusamos del prójimo al aire libre y nos escondemos en un cuarto para actos de placer como cagar y tener sexo.
Llegué a la esquina y noté que al barrio aun le corría mi ADN por sus calles. Lo único diferente en el vecindario era el diámetro de los huecos en el medio de la calle. Entré a la próxima cuadra como entra una maestra al aula, pasando la asistencia. “Ahí vivía Ramoncito, que se fue a Italia, ahí vivía El Gordo, que dicen que se murió joven de un infarto, ahí vivía Liuba que se fue a Canadá”. Todos ausentes.
Quedan, sin embargo, una tonga de vecinas, madres de viejos amigos, que me llaman para saludarme al verme pasar. Sus abrazos encierran borbotones de dolor. Algunas hasta me enseñan fotos de lo bien que están sus hijos “allá afuera”, y de nietos que aún no han conocido. Fotos ya casi sin brillo de tanto mirarlas y querer sentirse dentro de ellas.
- Hace mucho que no hablamos porque llamar de allá para acá es muy caro. – me dijo una de las vecinas que barría la acera de enfrente de su casa.
- Si, cuesta un dólar por minuto llamar desde Canadá. –le aseguré.
- De que sirvió haberse ido si el dinero allá afuera el dinero tampoco alcanza”. –me preguntó queriendo encuadrar su frustración en una simple duda.
- Yo me alegro que se haya ido porque aunque no llama, manda de todo y vivimos como reinas. – añadió la hija adolecente de la vecina desde él quiso de la puerta de la casa.
- Yo prefiero que estuviera aquí y que no me mandara tantas cosas. – aseguró la vecina.
- Pues yo no, porque ese refrigerador, esa batidora, esa lámpara para alumbrarse que hay allá adentro, hacen mucha falta. – añadió la hija.
- Pues mira, – me dijo la vecina mirando en lo más profundo de mis ojos – al parecer nosotras vivimos mejor aquí que ella por allá afuera. Manda de todo y no le queda plata ni para una llamada. Yo quisiera que jamás se hubiese ido de esta casa.
La impotencia es contagiosa. Seguí rumbo a casa de Janet sintiendo el hormigueo del que quiere ver a un hijo y no puede. Me dio aliento saber a mi hijo en Cuba conmigo. No me imaginé por un segundo que de momento creciera y se fuera a otro país y por año de los años no poder ni siquiera conocer a mis nietos. Eso se usa mucho allá en Canadá, pero nosotros los cubanos no estamos genéticamente ensamblados para eso.
Me preguntaba si nosotros los cubanos entendemos por qué no se fueron los que no se fueron, y si ellos entienden por qué nos fuimos los que nos fuimos. Esa es la caja negra de las relaciones entre nuestras familias fragmentadas. De esa caja negra nacen los dolores de no haberse quedado, o de haberse ido. Yo atravesaba el barrio pensando cuan bueno fue irse pero cuán difícil es vivir lejos.
Mi gran esperanza con esto de las relaciones es que acabe finalmente con la epidemia cubana de familias rotas. Causa más perdidas que el dengue y el cólera juntos. Y no hay medicina que cure ese dolor.
Continuará…