Crítica por Renato A. Landeira Drama y sexo vacío. Decadencia. Desazón. Interés. Asco. Falsos amores sometidos a la necesidad. ¿Cuántos –pocos- dólares cuestan cien libras de dignidad? El Periodo Especial no es el de Cuba, sino el de la propia María en sus adentros, amargando su carácter y desmotivando toda ambición con la que creció: la de volar. María Mariposa no es capaz de sonreír una sola vez en toda la historia. Como si de una drogadicta se tratara, su cerebro dejó ya de producir la hormona de la felicidad. El sucedáneo de alcanzar su sueño de volar solo se cumple al subirse a un frío avión plagado de hombres solitarios, calvos y canosos, saciados de sexo.
Habana Dura es una cacería. Una orgía de codicia por el osogbo de la joven María: ser atractiva. Terriblemente atractiva. Qué paradójico que la mujer que posee las tres mayores virtudes –belleza, juventud y salud-, y por la que cualquier mujer de afuera vendería su alma al diablo, caiga en María como desgracia. Y por causa de su inexperiencia, decide cambiar la falta de libertad de la sumisión a un padre intransigente por la esclavitud del foso de una jauría de machos bramando por sexo. Sobrevivir sabiéndose carnaza. Como en Budapest, Moscú, Bogotá, Pekín, Río de Janeiro, Barcelona o Kiev. La Habana es lo de menos. La historia de María sucede en cualquier parte de este mundo.
Novela de olores. Del ajo y la cebolla frita de su Buenaventura natal al los lactobacilos de su vagina con bouquet, con cuerpo, que cada hombre con el que se deleita irá descubriendo. Como antes relató Patrick Süskind o previamente Baudelaire, su olor a jazmín es como almizcle para el varón. En un ambiente de putrefacto deseo por la posesión carnal, el ingenio de María es dominar la voluntad del hombre y anular todos sus demás sentidos. Porque Habana Dura es la revisión cubana del mito de Antíope: su tío emula a Zeus, quien como en la historia que Homero narra, la viola y la preña. Escapando de él se refugia María en los ‘Epopeos’, ‘Licos’ y demás machos quienes enloquecidos por su cuerpo, serían capaces de como poco, lo igual.

Será María quien deba descubrir quién de los seis hombres que atormentan su neuronas serán parte de su problema o parte de su solución: su padre, su tío, Camilo, Luciano, David o Rogelio. Resolver el acertijo de su tía Belinda conducirá al desenlace de la novela: “solo hay dos tipos de hombres: los piratas, que usurpan, conquistas y se apropian de lo que desean; y los mambises, que mueren luchando por su libertad”.
Rara es la conversación con cubano que supere los 40 años y no se le de por contar historias del Periodo Especial que recordará, como hierro incandescente en carne, durante el resto de su vida. La autora identifica bien aquellas penurias: los desayunos de agua con azúcar, los alumbrones y las bicicletas chinas que, como procesión de hormigas, cruzaban las avenidas de Rampa, Línea o el Malecón dando botella en la barra delantera a quien lo pidiera.
Habana Dura posee una prosa espontánea propia de las novelas de viajes. Como novela de huida que es, tiene un algo de Kerouac y su On the Road. La autora no es tan rica como el escritor beat en la identificación de sonidos, lugares y borracheras. Lo primero y segundo se echa de menos. Los último es comprensible: La Habana no es un buen lugar para los amantes de los excesos. Pero a lo que íbamos: Habana Dura es novela de olores.
Pero además, Habana Dura es capaz de destrozar mitos, aunque a mi juicio muy livianamente, como el de que cualquier-cubana-está-dispuesta-a-acostarse-con-cualquier-extranjero-en-cualquier-momento. María no fue a La Habana ni a cabalgar yumas ni a ganar dinero. Ella dice que fue a ser trapecista o bailarina, pero muy pronto el lector perspicaz es capaz de evidenciar que eso nunca ocurrirá. Solo hay que esperar a leerlo en boca de María al custodio Yoyo: “con tu trabajo de martirizar gente, la suerte jamás te va a llegar”. En realidad, se lo estaba diciendo a ella misma: no sobreviviría en La Habana.
También resulta interesante la bajada a la realidad de la autora que implícitamente le manda al cubano de la Isla: en Cuba se pasa hambre, pero es que afuera se pasa trabajo. Relata muy bien ese fuerte contraste entre la Cuba del cubano y la del extranjero. Las fulas –dinero- no penden de las matas a ambos lados de la Vía de Condotti de Roma, ni de la Avenida de la Castellana madrileña ni del Oxford Street londinense. Aquí no conocemos de Periodo Especial, pero el cubo de basura que bajo cada noche en Madrid rebosa la misma mierda que el de un guajirito de Holguín. Tener distintas necesidades, dependencias e infelicidad no nos hace más dichosos a los yumas, y eso queda clarísimo en la novela. “…Qué diferentes son los extranjeros cuando no están en Cuba”, se lee. También relata bien la autora la tupida barrera que separa el mundo del guajiro del habanero, pero fácilmente penetrable a la hora de deslizar billetes de diez dólares.

Habana Dura es la historia de la inútil persecución del hombre frente al capricho femenino. Solo la recíproca dependencia del uno con el otro –“viceversa”- es capaz de evitar el desastre. En Habana Dura no hay nadie independiente. Todos sus personajes muestran una fortísima sumisión unos de los otros. Es, en definitiva y aunque resulte paradójico, una obra anti-existencialista. Nadie en Habana Dura es libre ni totalmente responsable de sus actos. Y es que no podría ser de otra forma: la desgracia de María es la fogosa sonrisa vertical de su vulva, y el camino que la hará volar solo lo podrá lograr sometiéndose a una relación igualmente vertical.
Renato A. Landeira
Crítica (novela cubana Habana Dura)
Agosto 2016
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