Paraíso (5) Ganas que matan

Mila se reía a pura carcajada, pero Dalia no mostraba indicios de gracia por el chiste. El recuerdo de la libreta de poemas, la trasportó a tiempos en los que su corazón, lleno de taradas ilusiones, por lo menos latía, pues alguien lo llenaba.

Desde la cocina, Rosa avisó: “¡La mermelada!”. Mila corrió a darle un pomo vacío a la abuela para que lo llenara. Cuando Rosa la vio, exclamó: “Ay mi madre, tú eres la que cruzaste el otro día por el patio, ¿no?”

—Ya abuela, hable bajito, que sus vecinos están ahí mismo… —dijo Mila, haciendo muecas en dirección a la casa de Pedro.

—Ay, mi hija, ya sabía que te había visto en alguna parte. Tú cuerpo ha estirado, pero esa carita de porcelana tuya es la misma.

Cuando Mila regresó a la sala, los ojos de Dalia, parecían más grandes que el reloj de pared de la casa, pues acababa de caer en cuenta, que su amiga de la secundaria era Dame Fuego.

—¿Y a ti qué te pasa? —preguntó Mila.

—Tú eres la que, hace poco, estaba en casa de…

—Sí, ¿y qué…? ¿Vas escribir otro poema?

—¡Ay ya, chica! Eso de los poemas eran boberías de niñas…

—A mí me da igual, la verdad. De los hombres, poco me importa o me sorprende. Yo después de lo de Pedro, me metí en “la lucha”[1]. Y no por necesidad, porque mi papá “hace un buen billete”[2]. Lo hago porque me gusta.

—¡No me digas!… ¿Jinetear te gusta?

—Ay, mi amiga, ya los cubanos pasaron de moda. Si tú supieras los troncos de “papazazos” que se montan en esos aviones para venir a Cuba. Traen labias diferentes, ropas diferentes, tratos diferentes, te tiemplan diferente. Todos dicen que soy exótica, cuando los exóticos son ellos.

—Pues mira, a mí me han dicho que aquí llegan una pila de viejos horribles babeándose detrás de las jovencitas.

—Sí, esos también llegan, pero yo me siento en la playa como un espanta moscas, ahuyentando a los babosos. Pero cuando pasa un buen moscón, saco la lengua larga como un camaleón y ¡chas! lo engancho por el cuello. Así fue que conocí al español ricote con el que estoy ahora. Ese siempre me dice que la gran maravilla de Cuba son sus chinas. Yo me le subo encima y lo que le pongo es una batidora de cuarenta velocidades, que sale hablando cantonés.

La fina carita de Mila se tornó de gavilana cuando dijo eso.

—¿Y no te da miedo que sea casado?

—¡Miedo! ―exclamó Mila antes de reírse―. El zorreo es un deporte internacional, mamita. Los mismos tupes[3] que meten los cubanos los meten ellos. Con la diferencia que, con los yumas, uno pasa una noche de mentiras por todo lo alto. Con los cubanos, uno pasa una noche de mentiras igual, y acaba arañada por las buganvillas.

Mila se empinó al pomo de mermelada aún caliente. Un espeso buche le llenó la boca y atravesó su garganta. “¡Ay, qué cosa más rica!”, dijo después de un gemido.

—Y entonces, ¿te vas a casar con el español? ―preguntó Dalia.

—¿Tú estás loca? Me falta probar un italiano, un francés, un portugués… Yo quiero probarlos todos, antes de entregar esta preciosura en matrimonio. ¡Que lloren ellos, mami, que lloren ellos! ―dijo Mila, antes de irse._MG_4521

La charla dejó a Dalia convencida de que hay ciertas espinas que, al pinchar a una mujer, hacen gotear la inocencia. A veces, para siempre.

Ella regresó a su cuarto, el único lugar donde los sin sentidos de la vida, tomaban algo de sentido. Pero esa mañana, nada lograba eso. De casa de Pedro llegaban más risas que protestas. Justina ya se había despertado. Y después de una de las carcajadas, Justina, en voz muy alta, dijo: “Para que veas que yo no soy nada celosa, más tarde voy a desayunar el pene tuyo, embarrado en mermelada”. Las risas se atenuaron y antes que la tanda de sexo mañanero comenzara, Dalia regresó a la sala. Allí estaba Rosa contando el dinero que tenía en el monedero. “Voy a donde Kiko a resolver azúcar, que ya no tengo para hacer la mermelada de mañana”, le dijo a su nieta.

—¿Hasta allá vas a caminar? ¿Quieres que vaya contigo? ―sugirió Dalia.

—No, ¡qué va! Que tú le tienes miedo a todo y contigo no es divertido ir a negociar nada.

—Yo no entiendo cuál es la diversión de ir comprar azúcar robada. Pero por lo menos te ayudo a cargarla.

—No hija no, si yo la encargo y luego Kiko me trae los sacos ―respondió Rosa, saliendo de prisa al pasillo.

La ida de la abuela dejó un espacio maravilloso para que Dalia pudiera sentarse a ver la programación de la mañana. Encendió la televisión y se hundió en el butacón de flores, pero su cuerpo se inundó de veneno cuando vio que, de pronto a la sala de su casa, entró Waldo.

—Mi abuela no está. Hazme el favor, regresa luego ―dijo Dalia, con un dedo apuntando a la salida.

Él fue hacia la puerta, pero no para irse, sino para cerrarla. A Dalia, un salto la sacó del butacón. Asustada le pidió: “Abre la puerta”. Waldo, con toda serenidad, asintió con la cabeza. Y como si él supiera técnicas de karate o de magia, en menos de dos segundos logró que el cuerpo de Dalia callera sobre el sofá, con él encima de ella. Las dos manos de Dalia empujaban el pecho del hombre, sin poder moverlo ni una pulgada, mientras él con solo una de sus manos, tapaba la boca de ella para que ni chistara. Dalia trataba de liberar su boca para gritar: “Suéltame, hijo de la gran puta” pero la fuerza del hombre prensaba sus palabras.

La mano libre de Waldo zafó el botón del short de Dalia, bajó el zíper, y entró a tocar aquel triángulo que hacía tanto volaba los fusibles de sus sesos. En menos tiempo que lo que toma decir “abracadabra”, sus dedos jugaban con los pelos que tapizaban la pelvis. “¡Qué suavecita!”, le decía. Mientras la manoseaba, con calma de asesino le explicaba: “Más te vale que te dejes. La Zona siempre me pregunta si yo sé de algún negocio ilegal aquí en la cuadra. Y yo digo que no, sabiendo en lo que anda Rosa… ¿Y tú a mi qué me das, Mermelada? Nada. Tu desprecio duele más que diez patadas por los huevos”.

Dalia nunca dejó de forcejear, pero quedó inmóvil cuando él dijo: “Y ahora Vilma me acaba de avisar que tu abuela va rumbo al punto de Kiko. Yo puedo dejar que la reporte y vaya presa o puedo ir a pedirle que no haga eso… De ti depende, muchachita”.

Fue así que la mano de Waldo acarició todo lo que quiso, sin mayores resistencias. Ella miraba con disgusto a todos lados y él buscaba con ahínco la mirada de ella. La mano que apretaba la boca de Dalia fue cediendo, y ella en vez de gritar lo que sentía, preguntó: “¿Cuánto cuesta detener a Vilma?” Con una voz tan frágil como la de ella, Waldo respondió: “Tenemos unos treinta minutos. Vamos a tu cama. Yo solo quiero chupar esta guayaba. Cuando pruebes mi lengua entre tus piernas, querrás ser por siempre mía. Eso no falla, Mermelada”.

—No. Pide cualquier cosa, menos sexo.

—Yo no quiero sexo. Eso lo quiero en mi cama. Cuando seas mía. Quiero que un día sufras por mí hasta que vomites de dolor. Eso ojos no los quiero verdes, los quiero rojos de tanto llorar por Waldo ―respondió él, con una voz tan fría que parecía que salía de una boca de hielo.

—¿Pero qué diablos te hecho yo a ti, so loco? ―preguntó ella, empujando otra vez con fuerza contra el cuerpo del hombre.

Justo en ese instante alguien dio tres firmes toques a la puerta. Todo quedó en pausa, excepto la mente de Waldo que iba a millas por segundo planeando como proseguir: “Aquí no hay nadie. Quédate tranquila. La visita se va a ir”, susurró al oído de ella.

—¡Ábreme, Dalia! Es Pedro. Vengo a buscar mi mermelada, chica ―dijo el vecino, tocando con aún más insistencia a la puerta.

Oír eso desarregló todo para Waldo, pues él bien sabía que ese muchacho, de querer hacerlo, tenía plena confianza para cruzar por el patio, agarrar su pomo de mermelada en la cocina y volver a su casa por la misma vía.

―Yo voy al cuarto. Tú le das su mermelada y si dices algo, yo mismo denuncio a Rosa ―susurró Waldo en el oído de ella.

Dalia corrió a la puerta abrochándose el short. Al abrirla, en vez de gritar o pedir ayuda, salió corriendo como una bala por el pasillo. Pedro voceó: “¿A dónde rayos tú vas, chica?” pero ya ella casi llegaba a la esquina. Unas diez o doce cuadras después, llegó al parque de los árboles gigantes y se escondió detrás de las raíces colgantes de uno de ellos. La histeria disparaba lagrimones de sus ojos tan rápido como sus pulmones exhalaban aire Su espalda, recostada al áspero tronco, creaba intensos espasmos a merced de los sollozos.

En cuanto Pedro salió de casa de Dalia con su pomo de mermelada, Waldo salió del cuarto con sigilo. En vez de a casa de Vilma fue directo al Lada y rastreó el barrio, en busca de su presa. Iba como hiena, que no concibe que un conejo mordisqueado se haya escapado tan fácil de sus garras. Le temblaban las piernas de lo molesto, pero lo tranquilizaba saber que era una cuestión de tiempo para encontrarla. Las tantas vueltas que dio en el Lada le sirvieron para convencerse que, de no ser por Pedro, Dalia le hubiese concedido la prueba que él pedía. La tuvo tan cerca. Así se convenció que debía regresar a casa de Vilma a ordenar que no prosiguiera con la denuncia de Rosa.

―No es el momento ―le explicó él a Vilma.

Ella no entendió las vanas razones que él le dio pero dudo que un hombre tan genial en eso de perseguir criminales estuviera dando instrucciones equivocadas.

Dalia permaneció en su escondite hasta que los lagrimones se tornaron lagrimitas. Fueron las tripas las que avisaron que la mañana se convertía en mediodía. Cuando recordó que a la una en punto iba a la Marina con Pedro, se llenó del valor necesario valor para salirse de atrás de aquellas cortinas. Como haría cualquier conejo mordisqueado, atravesó el barrio sabiendo que de cualquier lado podía salir la hiena. Llegó a casa, y por suerte ya su abuela había regresado. Waldo no la había denunciado. La policía no la había pillado encargando el azúcar a Kiko.

Rosa enseguida notó la extraña palidez que cubría el rostro de ella, y que un velo amarilloso cubría el verde de sus pupilas. “¿Y a ti qué te pasó, mi niña?”, le preguntó la abuela. El convincente “nada” de Dalia no engañó a Rosa, que la siguió al cuarto y siguió haciéndole preguntas.

— Nada, que no quiero que le compres más azúcar al bodeguero descarado ese. Y que no quiero que le vendas más mermelada a ese chivatón de mierda ese.

—Pero, ¿de quién hablas, hijita? De Kiko o de Waldo.

—De los dos. ¡Prométemelo!

—¿Cómo me vas a pedir eso, hija? Si Waldo es mi mejor cliente.

—¡Ese cliente te va a meter presa! Esa azúcar es robada. Y aquí no dan permisos para instalar vendutas de comida en la casa. ¡Métetelo en la cabeza!

—Tú tienes que entender que…

Dalia emitió un grito de esos de quién lo ha dicho todo y no quiere escuchar más nada. Rosa fue a la sala, directo a su altar a preguntarle a sus santos qué diablos le pasaba a su nieta. Sus tiradas ante los santos revelaron un signo que avisaba: “el enemigo come en tu casa”. Para salir de allí, Dalia pasó por delante de su abuela con un pantalón de corduroy[4], y el amarillo de la tela, inspiró a Rosa a un llamado a Oshún[5]. “Ay, mi Virgencita, ¿quién es ese enemigo?”, preguntó la abuela sintiendo que un escalofrío llenó la cabeza.

Rosa terminó tirada en el butacón, sin fuerzas, con sus dos manos tapándole el rostro. En esa posición, la clara visión de un Patakí[6], iluminó su mente. Como si los santos se hubiesen metido en la cabeza de ella, para responder su pregunta, ella vio que, gente que arrancaba la ropa del cuerpo de Oshún, dejando su bella desnudez a punto de ser poseída por el jefe de los malhechores. Escuchó cuando la santa hizo un llamado a su hermana Yemayá, y que esta llegó a tiempo para cubrir su cuerpo con una manta de lino.

Los santos daban indicios que Rosa no entendía. Su pecho se agitó como si hubiese corrido varias millas. Para calmarse se destapó la cara, y se dijo una y mil veces que todo había sido sólo una visión, una terrible visión, nada que ver con la suerte de su nieta.

Justo en ese instante, los gritos Justina se colaron por la ventana del cuarto y se escuchaban claritos en la sala de Rosa.

—¡Pero si tú descansas hoy, muchacho! ¿A cuál trabajo es que tú vas? ―regañaba Justina a Pedro.

—Que ya te dije que cambié el turno, chica. ¡Ahora descanso el sábado!

—Cambiaste el turno del sábado para un miércoles, ¿para qué? Tiene que ser para salir con una puta, ¡porque el miércoles no hay propina!

—Lo cambié porque quería ver el Mundial de vóleibol femenino en el bar.

—Ay, sí. Yo huelo “femenino”, pero no de vóleibol Cuidadito si te cojo en algo, Pedro. ¡Cuidadito!

Eso del vóleibol enfrió el cuerpo de Rosa, que enseguida dedujo que la salida de Pedro tenía que ver con Dalia. “¿Será Justina el enemigo?”, preguntó la abuela mirando hacia a sus santos.

Pedro, en vez de sus dos habituales espray de colonia, se untó cinco. Eso deshebilló la poca cordura que Justina trataba de mantener. “Vóleibol femenino, ¿eh? ¡Para ver ese juego, ¿hace falta tanto perfume?!”, dijo ella sintiendo que explotaba.

Pedro logró esquivar cuantos cojines y zapatos ella tiró mientras él iba rumbo al garage. De tan solo encender la moto, los horrores que Justina gritaba, se enmudecieron. Él salió a toda velocidad y llegó a la bodega, sin darse cuenta que, en vez de quedarse en casa, Justina había salido corriendo detrás de él. Tampoco escuchó el grito que su novia dio cuando vio a Dalia montársele en la moto.

Inocente al huracán de genios que había dejado en Buena Vista, Pedro manejó rumbo a la Marina.

Justina se dio vuelta en silencio total, pues un engendro de enfados y de celos le había robado las palabras. Pero explotó en el apartamento de Rosa que, parada frente al altar, les pedía a los santos que alejaran a Dalia de su enemigo.

—¡Su nieta me quitó el marido! ―gritó Justina.

Los ojos de la viejita se abrieron tan grandes como permitieron sus párpados, sintiendo que la muerte, cuando tiene hambre, come. Y aquella niña se veía hambrienta.

—¡Esa mermelada suya tiene brujería! ―prosiguió Justina―. ¡Y su nieta es una puta! ¡Y usted es una vieja colchonera[7]! ¡Les voy a prender candela a todos!

Justina se alejó con ojos endemoniados. Para entrar a la casa de Pedro, arrancó puñados de buganvilla hasta que los jalones abrieron la reja. Llegó al garaje con espinas encajadas en sus manos y dejó su sangre en cada pomo que tocó mientras buscaba uno con gasolina. En cuanto olió lo que buscaba, gritó: “¡Te voy a freír como un platanito!” Fue al centro de la sala y allí recitó una y otra vez los pasos de su plan, hasta que sonaron coherentes: “Primero lo quemo a él. Pongo el pomo en la mesita de noche. Él llega a casa: ‘Ay, mami. Vamos para el cuarto, para que veas cuánto yo te quiero’. Y yo: ‘Ay, sí, papi. ¡Vamos!’ Lo tiro a la cama. Le bajo los pantalones y, cuando tenga el pene bien duro, lo baño en gasolina. Le tiro un fósforo. ¡Y lo quemo! Ay bendito, ¡yo lo quemo! Y después la quemo a ella”.

Continuará…

Jocy Medina

[1] Cubanismo. Prostituirse con extranjeros. Lo que hacen las jineteras.

[2] Cubanismo. Tener mucho dinero.

[3] Cubanismo. Una mentira.

[4] Pana. En inglés, “corduroy”.

[5] Orisha del panteón Yoruba, la diosa del amor y dueña de los ríos de agua dulce. Se sincretiza en la religión católica como Virgen de la Caridad del Cobre.

[6] Historias breves que cuentan mitos y leyendas de las deidades de la religión yoruba.

[7] Expresión coloquial, que permite sexo o romance con el marido de otro.


También por Jocy Medina: HABANA DURAPublicada en el 2016, Canadá amazon-5-star-imagebride

 

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Un comentario sobre “Paraíso (5) Ganas que matan

  1. Hola amiguita, espero que hayas pasado un feliz dia de las madres, queria preguntarte algo porque me quede encancha en el cap 5 de Habana Paraiso, puedes decirme si ya salio en amazon, o es que no has terminado. Ademas de decearte lo mejor y muchas bendisiones para que continues en tu afan de escribir y obtener buenos triunfos. Yo soy de dos provincias, Holguin y Las Tunas y aveces pienso que pudiera contarte muchos testimonios vivos para tus novelas y aunque soyuna mujer de edad algo madura (todabia no tengo punticos negros eh!!!) jajajaaa, siempre he estado muy cerca de la vida y la realidad de Cuba y la juventud, asi quesi te interesa saver…. me avisas… Exitos y mucho amor amiguita, echale ganas a la vida y que Dios te vendiga. Blanquita

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