Abrí el closet y mirando directo a las ropas dije: “Pues les cuento que no me morí”. Ya mis vestidos me habían dado por muerta pues hacía casi un mes que yo no pasaba por allí. Los negros y grises atuendos de la oficina guardaron su luto, pero los vestidos de salir a bailar lanzaron mangas al aire cuando me escucharon decir: “Y ya viene la primavera”. Ellos sabían que aquello indicaba conciertos, fiestas en otras casas y hasta picnics.
—¡Como ha engordado! —dijo aquel viejo frustrado, mi nocivo pantalón jean.
—Y.. ¿qué exactamente ha pasado? —preguntó el vestido lila, con su aristocrático acento británico. Lo cual admito, es culpa, pues lo compré en Camden Town, en una boutique de segunda mano, pensando que, por sus bordados, podría ser filipino, tailandés. Nunca inglés.
Mirando hacia las sandalitas de cuero que traje de la India, el vestido lila dijo “alístese señorita, que ya pronto vamos a salir”.
—Bueno, no se hagan muchas ilusiones —les expliqué—. Dice Mario el de la radio, que hay una pandemia allá afuera. Un coronabicho que nos quiere extinguir. Debemos tener paciencia porque está prohibido salir.
—¿Paciencia? —preguntó el vestido lila enojado— ¡Ya sácanos de este letargo! Me asfixio trancada aquí.
—Ay, dímelo a mi —le respondí—. Pero parece que es para largo…
—Entonces, ¿a qué exactamente has venido?
Los vestidos susurraban los unos entre los otros, como haciendo conjeturas y ante tanto alboroto ¡Silencio! Pedí.
—A ver —aclaré—. Yo creo que, a partir de hoy, ya nada será como antes. Creo que tocará inventarnos nuevos modos de existir.
—¿De qué tú hablas? —preguntó Pantalón.
—Creo que pasará como después del 911, que para volar casi hay que encuerarse. Presiento que después del coronadesastre, para bailar habrá que usar guantes, para viajar habrá que usar máscaras que te tapen…
—Pues consíguete una máscara lila para que pegue alguna de mis tonalidades —sugirió el vestido lila, con su acento más denso que nunca.
—En tanto, —les advertí—. Pasaré más por aquí. De vez en cuando me vestiré elegante. Les prometo que algo haré para que salgan de aquí.
—Y, ¿cómo exactamente funcionaría esto para mí? —insistió Lila.
—Bueno, digamos que vengo al closet una vez al día. Me visto. Me peino. Me pongo mis sandalitas. Me echo perfume. Y bajo a la sala a compartir.
—¿Compartir con quién, precisamente? —indagó ella, siempre tan elocuente.
—Con nadie.
Sus ojos se abrieron de modo despampanante.
—Lila, mi vida. Es que no permiten visitantes. Pero podemos conversar con Mario, el de la radio, con Filomena, la lámpara de la sala. Hablamos con quién nos hable. Pasamos una noche agradable y luego, regresamos a dormir.
—¿Qué cosas dices? —preguntó Pantalón.
Yo asumí que por viejo no oía, pero el tono traía ironía.
—¿Qué les parece la idea? —pregunté a los demás presentes.
—Para eso que tú tienes han inventado medicinas, ¿tú sabes? —indicó Lila.
A partir de ese día mis ropas, todas, sin excepción, optaron ignorarme. Por mucho que les insistí para que me ayudaran a reinventarme, no volvieron a decir ni “ji”.
Por Jocy Medina
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